viernes, 23 de abril de 2010

"DÍA DE LA LECTURA DEL LIBRO"

A MANERA DE INTRODUCCIÓN:
Hace un par de años que escribí en este magnífico Blog sobre las excelencias que tiene la lectura de libros y cuentos. Pues bien, aprovechando que hoy es un día idóneo para ello, y para celebrarlo, voy a escribir un cuento de mi "cosecha" que he titulado "La Ranita que no sabía nadar".
No quiero extenderme mucho más aquí, pues el cuento es bastante largo. A pesar de ello, mi intención al escribirlo sigue siendo la misma de siempre: que el lector pase unos agradables minutos con su lectura.
LA RANITA QUE NO SABÍA NADAR
En un maravilloso y lejano lugar de un país cercano al nuestro, había un valle sempiternamente verde, muy peculiar y rodeado de abruptas montañas cuyas cimas estaban siempre nevadas. Allí, donde las flores se acicalan bajo el cálido sol y las nubes vuelan a lomos de un templado viento proveniente de poniente. Allí, donde el sol arranca destellos de oro y plata de las florecillas silvestres, las lilas parecen danzar en el campo abierto movidas por la agradable brisa del atardecer y las margaritas sonríen con miradas inexpresivas hacia las sombras oblicuas de las hojas de los matorrales próximos.
Sí, allí es donde la luz del sol, cada vez más inclinada, proyecta largas sombras oscuras sobre un gran estanque natural de cristalinas aguas arrancando reflejos de plata de las hojas nuevas de los álamos, y el gris azuleno de la luz triste y serena del atardecer da entrada a las claras noches de luna llena, reflejando blancas nubecillas ondulantes en las aguas solitarias de ese gran estanque; salpicado en su entorno por tiernas hierbecillas y cimbreantes juncos orgullosos que apuntan directos a los reflejos de la blancura plateada de la luna. Las espadañas, como centinelas de la noche, vigilan el errático vuelo de las luciérnagas y los revoloteos incesantes y nerviosos de los pequeños cínifes. Al croar de las ranas, se les unen los suaves sonidos del viento, los quejidos de las ramas y el parloteo incesante de las hojas de los árboles en un claro intento de romper la quietud crepuscular.
La noche tranquila, con su fondo de oscuridad obsidiánica, lo quiere envolver todo y adueñarse del lugar.
En la suave luz ambarina de aquel amanecer, la niebla se levantó poco a poco revelando haces de luz de la radiante esfera del sol, salpicando de rosa y oro la lisa superficie del estanque, haciendo que relumbrara y brillara en esa vasta exuberancia.
Cerca de los juncos hay una oquedad orientada justo al sol naciente, donde vive una comunidad de ranitas verdes azuladas. A dicha comunidad pertenece una ranita muy bonita llamada CROA-YÁ.
Aquella mañana, mientras que el cielo resplandecía, el sol llenó la oquedad con un brillante y agradable resplandor dorado, haciendo que se despertara Croa-yá. La ranita, en un intento vano por esconderse, le dio la espalda a los luminosos rayos del sol, pues no quería salir del lugar donde dormía todas las noches; a pesar de que todas las demás ranitas de su edad estuvieran contentas y saltarinas por el nuevo día tan hermoso y prometedor que se avecinaba. Sin embargo, Croa-yá, como todos los días, apareció con un semblante melancólico y con una actitud de humilde resignación, dirigiéndose al borde del estanque con pasos lentos y pausados, como no queriendo llegar nunca al lado del agua, como si le diera miedo mirarse en su nítido espejo.
El motivo de esa actitud estaba justificado, ya que Croa-yá no había podido aprender aún a nadar y tenía que pasar todo el tiempo a la sombra de las hojas de las plantas. Pero lo peor de todo era que pasaba mucha envidia viendo a sus amiguitas, las ranitas verdes azuladas, jugar, nadar y bucear en las cristalinas aguas del estanque. Luchando consigo misma, intentaba contener sus gemidos para que el viento no los llevara a verde lejanía; pero, al igual que los demás días, no pudo retener las lágrimas que se agitaban en su interior y luchaban por salir. Su llanto era un canto a las incautas perlas que caían de sus ojos al estanque y que llegaban a su esmeraldado fondo; y, con voz trémula, Croa-yá se repetía una y otra vez la misma frase: "¿Por qué no sé nadar?"
En el fondo del gran estanque, entre las rocas tapizadas de verdes ovas, vivía un grupo numeroso de pececillos de colores lazulita, rubí y plata. Ese mismo día, los pececillos, extrañados de ver caer muchas más lágrimas que de costumbre, se reunieron en asamblea para tomar alguna determinación que acabase, de una vez por todas, con tantas lágrimas vertidas en su dominio acuífero. Luego, después de muchos y prósperos debates, lúcidas deliberaciones y propuestas ingeniosas; se acordó, por unanimidad, que lo mejor era enviar a uno de ellos para que averiguara y resolviera, en la medida de lo piscícolamente posible, aquella catarata de lágrimas que cotidianamente se derramaba sobre sus cabezas. Pero ¿a quién y cuándo habría que enviarlo?. Después de otras tantas deliberaciones, etc.; se acordó mandar a GLU-GLU-YA, un pececillo bondadoso, generoso, de ojos penetrantes y muy inteligente; con un aplomo y un porte muy singular y sereno; y, además, con una genialidad intuitiva muy desarrollada para la edad que tenía.
A Glu-glu-ya, después de darle muchos consejos, ya que tenía que subir a la desconocida y enigmática superficie del agua, se le dijo que no se demorara demasiado, pues debía de partir cuanto antes. Glu-glu-ya no se hizo de rogar y, sin dudar ni titubear por un momento, pues era un pececillo muy obediente, con movimientos impregnados de gracia y serenidad, se dirigió raudo y veloz hacia arriba, en la dirección de donde procedían las lágrimas que todavía caían como un torrente salado y cristalino.
Al llegar a la superficie, con mucha cautela, miró a su alrededor para percatarse de que no le acechara ningún peligro. Una vez que se hubo asegurado que no corría ningún riesgo, volvió a asomar sus ojillos de turquesa fuera del agua y, justo delante de él, vio que debajo de una hoja verde y amarillenta estaba la ranita Croa-yá, con los ojos enrojecidos de tanto llorar y con una actitud postergada de humilde resignación ante las pocas esperanzas que le quedaban para poder aprender a nadar.
Glu-glu-ya, transido de pena, llamó la atención de la ranita chapoteando en el agua con su cola y sus aletas pectorales, salpicándola de relucientes gotas de agua. Ella, sorprendida al pronto, se asustó un poco, pero enseguida consiguió recobrar su compostura anterior y, mirando al pececillo con indiferencia, no le quiso hablar. Entonces, Glu-glu-ya, aprovechando la oportunidad del silencia de la ranita, fue el primero en empezar la conversación:
- ¡Hola, ranita! Yo me llamo Glu-glu-ya y vivo en el fondo de este estanque. ¿Y tú, cómo te llamas?
(La ranita no tuvo más remedio que contestar a la pregunta, pues no era para nada descortés).
- Yo me llamo Croa-yá y vivo aquí cerca en esa oquedad.
- ¿Por qué lloras tanto, Croa-yá?
- Porque no sé nadar y todos los día me aburro aquí sola debajo de esta hoja.
- Si tú quieres, yo te puedo enseñar a nadar.
(En ese preciso instante, a la ranita se le dibujó una sonrisa en la boca y, dándole un calor como si dorados rayos de sol atravesaran la oscuridad de su sufrimiento, contestó entusiasmada a la proposición de Glu-glu-ya).
- ¡Oh! Sí, por favor, sí quiero. ¡Estoy deseándolo ya!
- Entonces, no perdamos más tiempo. Súbete a mi lomo y agárrate fuerte a mi aleta dorsal, que yo te enseñaré bien a nadar.
Así lo hizo Croa-yá. Se subió al lomo de Glu-glu-ya y, durante unos cuantos días, éste le enseñó a mover las patitas delanteras y las patitas traseras en el agua, y a tener la cabeza levantada fuera del agua mientras nadaba. También le enseñó, en sucesivos días, a bucear llenando los pulmones de aire y metiendo la cabeza y el cuerpo debajo del agua, aguantando mucho tiempo la respiración.
Por fin, al cabo de muchos días, y gracias a los aprendizajes de Glu-glu-ya, la ranita verde azulada, Croa-ya, aprendió muy bien a nadar y ya no lloró nunca más; pues, desde entonces, podía jugar, nadar y bucear en el agua con sus amiguitas las ranitas.
Lo más importante de todo fue que tuvo para siempre un amiguito de color lazulita, rubí y plata, distinto a ella porque era un pececillo; pero tan amigo como los demás, llamado Glu-glu-ya.
Croa-yá fue muy feliz durante toda su vida y siempre decía a todo el mundo:
- ¡QUÉ BONITO ES TENER AMIGUITOS TAN DISTINTOS A NOSOTRAS; PUES, LOS AMIGUITOS QUE SON DE VERDAD, SIEMPRE ESTÁN DISPUESTOS A AYUDAR!
FIN
Andrés.

jueves, 8 de abril de 2010


En estas imágenes podeis ver como se ha realizado la instalación de las pizarras digitales en nuestro centro . Podeis comprobar el laborioso trabajo que ha supuesto este proceso . Mientras la Seño Rosa , María Adela y Pepita sujetaban la vileda, el profe Daniel pasaba el paño para que no quedara ni una sola arruga . A esto se llama COORDINACIÓN DOCENTE .